Construyendo comunidades con las manos

La Muestra de Cine de Lavapiés nos enseña el trabajo colectivo y el esfuerzo para sacar adelante diferentes comunidades

He ido contando en las anteriores reseñas lo que hace, lo que quiere y cómo se organiza la Muestra de Cine de Lavapiés, pero no he hablado todavía de dónde sale el dinero. La Muestra no tiene ningún tipo de subvención pública, ni participa en su financiación ningún patrocinador privado. El secreto es la austeridad en los gastos, que éstos sean pocos y necesarios. Por eso no se necesitan grandes ingresos, bastan los que se sacan con la venta de camisetas, alquilar los equipos de proyección y sonido y una fiesta al año: el tradicional karaoke.

La Librería Traficantes de Sueños es un espacio que participa todos los años en la Muestra. Un lugar para ver un cine diferente, social y de debate, como es el caso de la sesión de tarde del miércoles. Tres son los documentales que se proyectan en este espacio cultural, tres historias de abandono, de trabajo y de comunidades luchando por cubrir sus necesidades más básicas.

El Colectivo Brumaria está formado por Roberto Salas, Rosa Calvo, Miguel Sánchez y Javier Goytre. Forman un grupo de profesores de secundaria, todos ellos ajenos al mundo audiovisual. Su empeño les ha llevado a ser los autores de La Madre, una historia de colonialismo industrial, un documental que retrata más de un siglo de una comarca cordobesa del Alto Guadiato. Tradicionalmente llevaban una vida rural dedicada a labrar la tierra. A finales del siglo XIX se instaló allí la Societé Minière et Métallurgique de Peñarroya para montar una industria de plomo dulce que llegó a dominar el mercado mundial a principios del siglo XX. Todo cambió. El Cerco Industrial de Peñarroya-Pueblonuevo que construyeron y explotaron nos cuenta una historia de desarrollismo industrial. No nos engañemos, la empresa es francesa y lo que busca en el pueblo cordobés es un beneficio mercantil para sus propios bolsillos. Nada más.

Se traen sus ingenieros franceses y contratan obreros locales. El mundo a dos velocidades, la de las élites y la de los trabajadores. Nada tienen que ver las condiciones de vida de los primeros con la de los segundos. Para separar aún más a los unos de los otros se llegan a levantar dos muros. A pesar de ellos, el mínimo contacto que se establece, lo que se vislumbra por las rendijas, sirve para que un cierto progresismo invada la comarca que adelanta culturalmente a otras poblaciones cercanas. Son buenos tiempos, los del trabajo y el desarrollo. Pero toda prosperidad industrial colonialista significa explotación -laboral y de materias primas- y dependencia total hacia el que ha llegado de fuera. Es la lógica capitalista. Un día la rentabilidad se acaba y el que vino de fuera se va, la madre se convierte en madrastra. Con su huida vemos la devastación que ha dejado, el abandono que sentimos y una nostalgia de un tiempo que terminó. Lo que fue esplendor ahora es una ruina, un patrimonio que se hunde sin políticas locales que ayuden. No hay trabajo, solo paro. La verdadera riqueza escapó. Esa desolación es lo que queda.

Por todos esos estados de ánimo va pasando el documental y las personas que se ponen frente a la cámara. Hay en todo el documental un extenuante trabajo de investigación y documentación que trasciende y se agradece. No hay detalle que no se aborde, no hay asunto que no se intente explicar. Es un documental completo, sin fisuras en su contenido y estructurado por materias, lo que en cierta forma altera la cronología. Los datos son importantes, pero más aún dejar hablar a las personas que lo vivieron, aprender de ellas y dejarse invadir por sus sentimientos.

Cambiando de documental, decir que me gusta la forma que tiene Ehécatl Cabrera de contar la historia de Araceli García en La joven tierra. Lo hace con tiempo, asentándose en palabras clave: comunidad, compartir, trabajar la tierra, jóvenes, compromiso… De Araceli me gusta esa voz pausada. Habla firme pero con delicadeza, segura de su mensaje, cargada de razones y con una pasión contagiosa. Me gustan las imágenes con las que se cuenta la cotidianidad de su pueblo. Me gusta como va dibujando sensaciones.

Es el verano de 2012, tras unas elecciones presidenciales que huelen a fraude y que saben a descontento. No hace falta que lo cuenta nadie, lo escuchamos en las radios mientras Araceli viaja. Ella es una maestra joven en Puebla y aprovecha las vacaciones para volver a la comunidad indígena a la que pertenece y trabajar con su familia. Su tiempo libre lo emplea en cultivar el campo, es la forma de vivir que conoce, la que le enseñaron y la que reivindica porque se siente totalmente apagada a ella. Ama lo que tienen, lo que les dice su cultura apegada a esa tierra y a una forma de trabajo colectivo y ancestral. Sin cosecha no hay nada que comer. Pero el campo es también algo más que la fuente de alimento para ellos, se trata de una especie de cordón espiritual que une a las personas con la naturaleza, que les hace partícipes de la vida. Siembran descalzos porque en ese contacto con la tierra se sienten libres.

Su pueblo es pobre si hablamos de dinero, pero rico si pensamos en otros valores como el compromiso y la cooperación. El conocimiento es lo que vamos aprendiendo cada día con los demás, como señala Araceli. Seguro que lo aprendió trabajando con sus propias manos junto a su familia, codo con codo con el resto de la comunidad. La pobreza material viene de que el suyo es un pueblo abandonado por las autoridades que se comportan de una manera caciquil y corrupta. Solo visitan la comunidad indígena buscando votos en época de campaña electoral. Cuando llegan hacen promesas que nunca se cumplen y compran el voto. Luego dicen «sabes que te pagué 100 pesos para que votaras por mí. Ahora no me vengas a pedir nada». El olvido dura hasta las siguientes votaciones donde se repite la misma historia.

En algún sitio debe estar la alternativa a la corrupción que gobierna. Ella se ha unido al movimiento #yosoy132 porque ha encontrado convivencia, unión y un compartir desinteresado igual al que vive en su comunidad. Sabe que es una más de ellos, que son iguales: jóvenes que saben a dónde quieren llegar y con qué fin. Con esta juventud ya hay alguien que defiende las comunidades que estaban abandonadas.

Respecto a Ladrillo por ladrillo, de Irene Durán, Jorge Sequera y Alexis Wursten, decir que es un documental que nos cuenta la historia viva del barrio de Los Pinos, en la periferia de Buenos Aires. Sus vecinos lo construyeron con sus manos, ladrillo a ladrillo, como dice el título. No fue una situación elegida, sino impuesta por la necesidad de disponer de un techo bajo el que vivir. No les quedaba otra solución. Ese el problema cuando se es pobre, que no le importas a nadie. La vida se desarrolla en condiciones de miseria, haciendo dignidad del esfuerzo, compartiendo y conviviendo. Y van llegando más. Y encuentran un rincón donde se añade otra casa. Y el resultado es que terminan hacinados en infraviviendas.

Por lo que respecta a la municipalidad, Los Pinos es un barrio ilegal e insalubre. Ilegal porque han ocupado las tierras sobre las que han edificado y eso significa desalojos en la barriada. Insalubre porque las cloacas las han hecho los vecinos como han podido. La villa se convierte a veces en foco de enfermedades con el desinterés de quienes gobiernan. Les tienen abandonados, sin servicios básicos. No tienen derecho a nada.

Pero esos vecinos y vecinas han luchado. Quieren mantener su casa y que esté mejor el barrio. Juntos han pensado un modelo de reurbanización respetando lo que existe. Esa es su expectativa, lo que le piden al gobierno. Solo sueñan con poder tener una plaza, una escuela… Ese orgullo que les quedan lo explota el documental, convirtiéndose en una pieza de resistencia y esperanza. Simbólicos son los últimos minutos que nos hablan de una felicidad que vendrá.

Javi Alvarez
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