10ª Muestra de cine de Lavapiés

Estábamos los muestrenses tan felices, mirándonos ligeramente el ombligo, henchido y redondo como la luna de Méliès que ocupa el 0 prometedor de nuestra edición número 10, cuando una tarde cualquiera escuchamos esa noticia que hizo saltar las alarmas: “Este año no va a haber verano”. ¡No hay verano! Todos los planes se detienen, nuestras gráciles negociaciones en suspenso, se paran las prensas... Sin verano, no hay Muestra.


Una vez más, se demostró que la noticia era otro de los insidiosos globos sonda que los poderes fácticos, con la connivencia de los grandes medios de comunicación, lanzan periódicamente para espabilar y aletargar nuestras ya vapuleadas conciencias. Por supuesto que va a haber verano, derecho tan fundamental que ni la constitución se molesta en recogerlo. Tras complicadas conversaciones multilaterales entre las grandes potencias, dos o tres whatsapp entre Rubalcaba y Rajoy e incluso una conferencia vía skype entre varias pantallas de plasma, nuestros líderes lograron salvar el verano. Eso sí, con un recorte substancial de varios grados en la temperatura media y la promesa solemne de seguir profundizando en la vía de austeridad que tan buenos resultados ha dado hasta ahora.


Seguimos, pues, los muestrenses preparando nuestra edición décimo aniversario, a lo nuestro, tan campantes, con la seguridad de tener a nuestro lado a las amistades: espacios, distribuidoras, autores, productores, diseñadores, músicos, colaboradores, con la alegría añadida de tener nuevamente un solar en el que proyectar las películas. Las películas llegaban, a su ritmo, mediante la convocatoria de cine libre...


Pero aquella amenaza velada de dejarnos sin noches cálidas parecía contaminar nuestro ánimo. De alguna forma, todo aquello que alabábamos en otras ediciones, el estar juntos en las plazas, el salir a la calle, se había hecho frágil, ante la amenaza de los fríos perpetuos. Quizá habíamos sido ingenuos al confiar nuestras vidas al solo calor de nuestros cuerpos enlazados. Las plazas están llenas, sí, pero cada vez más las pueblan personas y colectivos que han sido expulsadas de sus techos, de sus casas, sus hospitales, sus escuelas, universidades y bibliotecas, sus televisiones y periódicos, de sus empresas, de sus prácticas y saberes, expulsadas del derecho a decidir sobre su propio cuerpo.


Proyectamos películas que han sido expulsadas de sus casas, los cines. Unas salas se han fortificado ahora en centros comerciales, que reclaman que tras pasar por taquilla vuelvas cargado de bolsas de ropa, un par de gafas 3D y un menú de plástico masticable. También con la sensación de que los nueve euros gastados (¡qué caro es el cine!) se han ido en algo tan prescindible y olvidable como esos mismos productos. Y otros cines cierran. Tantos años (¡diez!) buscando lugares distintos para acercar las películas a los paseantes desprevenidos no pueden hacernos olvidar que, igual que el lugar donde se cura al enfermo es el hospital y el sitio más adecuado para dormir se llama casa, donde mejor se ve, disfruta y comparte una película es en un cine...


Que incluso el verano, sin techo,
se hace invierno...