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Ramón

Ramón fue una de las personas con las que pudimos hablar. Un tío paciente. Nos escuchaba como si le estuviéramos contando algo nuevo. Le tratábamos de explicar que había que apuntar hacia otras formas de hacer política, por las formas de vida políticas, por las formas de vida insumisas, por no separar la política de la vida, por no adaptarse a las rutinas de reuniones de 7 a 11 y normalidad absoluta -el reloj y la regla- en el resto del día. Le decíamos que había que inventar los espacios donde la experimentación política pudiera tener lugar, lugares de convergencia, lugares “vacíos” que había que pensar desde cero. Le contábamos todo eso… ¡¡¡a Ramón!!! Le explicábamos lo que en realidad en buena parte estábamos aprendiendo de él: la trascendencia del espacio metropolitano, de ocupar los intersticios de las crisis para reinventar nuestra relación con la vida, de señalar los monstruos que condicionaban la realidad global para darles respuesta minuciosa con propuestas muy territorializadas, pero no minimalistas. Yo le decía que okupar el centro de la metrópoli era luchar contra el exilio de la ciudad futura.

Han sido muchos años así. No había momento en el que Ramón no estuviera disponible para hablar, para ayudar o para avalar una lucha, por insignificante que fuera. Ramón sabía cómo decirte que no era insignificante. De paso, te vendía las motos de sus nuevas campañas. Estas ideas eran capaces de construir movimientos convergentes, de crítica muy fuerte, como pasó desde la campaña de desenmascaremos el 92 hasta el movimiento global, ideas que oímos incipientes siempre primero en boca de Ramón, que nos invitaba a no descolgarnos de esas posibilidades de intervención política.

Sin sus ideas, sin sus libros, sin sus conversaciones, buena parte de mi generación y de las siguientes no habrían tenido los mínimos para moverse en la brutalidad del cambio de siglo, no habríamos tenido elementos básicos que nos han servido para construir la crítica de la ciudad contemporánea, el espacio político de la metrópoli, no habríamos sabido situar nuestras prácticas de desobediencia en un discurso político con algo de coherencia, integrador y sin prejuicios. Muchas de esas ideas ni siquiera eran por completo originales, pero Ramón actuaba como el canal que nos conducía a otras reflexiones, a otras relaciones, a otras críticas. Una labor también de “traducción”, de enlace, de descubierta. Una labor arriesgada, donde se ponen ideas, pero también la vida y los afectos, y a veces con dolor, como supo Ramón cuando se atrevió a decir que los movimientos sociales radicales vivíamos entre la espada del Estado y la pared de ETA.

Esas conversaciones pasaron por los años de la insumisión al Ejército, por las okupaciones de los Laboratorios,  por los empeños por modelar socialmente las transformaciones de Lavapiés como eje para resistir el despotismo antidemocrático y especulador por el que se encaminaba Madrid. Así finalmente -con todos los problemas- también por La Tabacalera. (Ojalá pudiera, por cierto, hablar estos días con Ramón sobre La Tabacalera).

La línea de fuerza de este tiempo ha sido que no hay política verdadera que no haga plantearse cómo vivimos, no sólo quién y cómo manda o gobierna, sino cómo obedecemos si no vivimos en la insumisión.

 

Carlos Vidania, abril de 2011